El largo año de los docentes tras el cierre de colegios y la nueva forma de enseñar por el covid
Un año de covid, un año sin clases… o un año… sin enseñanza “normal”, porque la “nueva normalidad” nunca ha llegado a ser normal tras el cierre de los colegios en marzo de 2020. El 10 de marzo, muchos alumnos madrileños ya no acudieron a clase. Aunque el 9 de marzo por la noche se anunció el cierre de colegios y otros centros de enseñanza por 14 días a partir del 11 de marzo, aquellas familias que pudieron arreglarse para cuidar a sus hijos en casa decidieron no enviarlos ese mismo día 10. Nadie podía presagiar que, tras ese cierre fulminante de los colegios, no volverían a pisar las aulas en lo que quedaba de curso.
La decisión de prohibir las clases presenciales en toda la Comunidad de Madrid y en algunos puntos de Euskadi, Burgos y La Rioja ese 9 de marzo fue el punto de partida de la pesadilla. La otra, la sanitaria, ya estaban comenzando a vivirla los profesionales de los hospitales. Este cierre de colegios trajo aparejados problemas de conciliación y laborales para toda la sociedad. Pero ni se podían imaginar los profesores y los sanitarios, ni nos podíamos imaginar todos que, solo una semana después, se sentirían, nos sentiríamos, en el mismísimo infierno.
Impartir clases on-line: pasar de 0 a 100 en 48 horas
Alberto Mira imparte Matemáticas en secundaria y bachillerato, en el colegio Kolbe, en Villanueva de la Cañada, Comunidad de Madrid. Ingeniero de Telecomunicaciones de formación y tras haber dado clases en la universidad, la tecnología no tiene ningún secreto para él. Pero conocer las herramientas no significaba querer utilizarlas en toda su frialdad.
“Hemos enseñado de la misma manera durante siglos. Y, de repente, ese método cambió en 24 horas. Tuvimos que adaptarnos a algo novedoso, a algo que sabíamos que existía, pero que no era nuestro hábitat natural. Y con urgencia: en 24 o 48 horas, no más de 72. Fue una semana en la que todo el mundo empezó a trabajar a distancia pensando que iba a ser por poco tiempo. Pero vino y se quedó. Yo había decidido educar emocionando, y estaba preparado para educar a mis alumnos en el aula con mis expresiones, mirando sus caras, estableciendo diálogos. De pronto, me encuentro con que tengo que emocionar a través de una pantalla como si fuera un monologuista. Estaba fuera de lugar. Era capaz de transmitir conocimientos, sí, pero no de transmitir emociones”.
Una sensación similar sintió Belén Brualla, compañera de colegio de Alberto. Fueron los primeros, los docentes y personal no docente de la Comunidad de Madrid, en vivir en conjunto esa experiencia.
“La sensación fue cambiando a medida que se pasó al confinamiento generalizado y después se avanzó en él. Al principio, incluso agradecí el parón. Estaba reventada de exámenes, sesiones de evaluación… pero, al poco tiempo de estar todos confinados, me di cuenta de que aquello iba en serio y para largo. Supuso afrontar muchas horas de docencia sin preparación previa: veía tutoriales en youtube, intentaba entender cómo se trabaja en la distancia y se preparan otros materiales… Y todo, con una media de 28 niños por aula. La mayoría apenas habían utilizado medios digitales. Y los que lo habían hecho, no con la exigencia de ser a diario”.
Montse Haro, destaca que “el confinamiento se había decidido en las altas esferas, a nivel individual nuestro deber era dar lo mejor de nosotros mismos”. Esta profesora del colegio Valdelasfuentes, en el norte de Madrid capital, recuerda cómo las previsiones se fueron al traste de un día para otro. “Pensábamos… una semana pasa rápido; dos, un poco menos, pero las fuerzas no llegan. Conforme íbamos añadiendo semanas, todo cambiaba. Pasamos de responder a un problema puntual a crear una realidad paralela”.
En solo unos días, todos los niños en casa
Ni los profes de la Comunidad de Madrid y otros puntos que adelantaron el cierre tuvieron período de adaptación, ni en los territorios donde no se decretó la medida pudieron mirar hacia Madrid y aprender. El 16 de marzo ningún estudiante, en todo el país, acudió a las aulas.
Agustín Arévalo imparte clases de Telecomunicaciones en Ciudad Real. Mira atrás desde la perspectiva que nos da el haber normalizado poco a poco la situación, pero sin olvidar marzo de 2020: “ahora estamos un poco más acostumbrados y hemos aprendido. Pero, cuando, de repente, el día 13 de marzo se comunicó el cierre, fue un desastre. Nadie tenía clara la duración ni lo que se nos venía encima”.
En su centro, el Colegio Salesiano Hermano Gárate, los profesores y alumnos ya disponían “de una plataforma de enseñanza virtual que llevábamos usando desde hacía algunos años. Pero, en esencia, era una plataforma complementaria que apoyaba el aprendizaje. A impartir clases a través de la plataforma no estábamos acostumbrados”.
“La tecnología, hasta entonces, era solo un complemento al perfil de las clases. Dependiendo del profesor, la había mimado más o menos en su docencia. Pero, de pronto, se convierte en la única manera de enseñar”, concuerda Rafael Ruiz, quien imparte bachiller en el Santo Tomás de Villanueva, en Sevilla. “Fue un reciclado forzoso en tiempos inciertos. Aprendimos en tiempo récord, como ocurrió en otras profesiones, a dar un mejor servicio con otros métodos. Pero también nos ha dejado historias bonitas: por ejemplo, los profesores más jóvenes, mejor preparados en nuevas tecnologías, cómo han ayudado a otros de más edad u otro tipo de trayectoria, a los que les costaba bastante”.
Disponible 24 horas, los 7 días de la semana
Agotamiento y frustración son los sentimientos que comparten los docentes para referirse a aquel último trimestre del aciago curso 2019/2020, con su centro de trabajo, sus colegios, cerrados. “Le dedicábamos más horas que nunca a la preparación de clases y de material. Y, a pesar de parecer una farmacia abierta las 24 horas, con las quejas y correos llegando a cualquier hora del día, con la exigencia de la respuesta inmediata, nuestros esfuerzos parecían no tener resultado ni reconocimiento. A la par que el agotamiento, crecía la frustración”, reflexiona Belén Brualla.
“Mi estado anímico se desmoronó. Por mucho que yo me esforzara, intentase superarme a diario, veía que esa falta de comunicación cada vez era más importante. Eso me suponía mucha frustración. Mi agotamiento mental pasaba factura y eso hacía que mis clases tuvieran peor calidad. Decidí grabar vídeos, decidí hacer cosas, pero no era lo mismo, no era educar”, lamenta Alberto Mira.
Agustín Arévalo también rememora el caos de la disponibilidad absoluta: “de golpe, clases a través de herramientas de vídeo, alumnos consultándote a cualquier hora… Con la sensación de que te necesitan y tienes que cumplir. Tampoco los alumnos controlan la situación en la que se han visto inmersos de un día para otro. Están encerrados en casa, sin tener claro qué ocurre, adaptándose, buscando en el día a día nuevas rutinas. Muchas veces, sin disponer de un buen acceso a internet. Con equipos compartidos con padres y hermanos, sin independencia, sin sitios donde trabajar cómodos. El primer mes fue muy duro. Hasta que pudimos aprender a dar clase a través de la plataforma nos inventamos mil cosas que hacer”.
El cierre de colegios produjo profesores etéreos y alumnos invisibles
Belén Brualla recuerda lo difícil que era hacer el seguimiento de los niños, “porque también los padres estaban reventados de tenerlos en casa y no poder ayudarlos. Y empeoró con la evaluación: se conectan, se desconectan… a su antojo o al de la wifi de turno. Y tienes en tus manos su futuro”. “Todo el feedback automático que teníamos con los alumnos lo perdimos de golpe”, corrobora Alberto Mira.
Montse Haro refuerza las palabras de sus compañeros: “en el aula somos muy buenos. Tenemos muchos sensores especiales para detectar todo lo que pasa; pero, repito, en el aula física. Con o sin libros, con o sin pizarra, con o sin ordenador, tiza o bolígrafo: da igual. Nos han sacado de nuestro medio”.
Agustín Arévalo abunda en las dificultades de la fría enseñanza y evaluación tras la pantalla: “yo en clase me muevo mucho: utilizo mucho la pizarra, pregunto, gesticulo, interactúo con ellos, busco sus caras… Echas de menos sus caras. Las caras te dicen si están atendiendo. Ahora les preguntas y tardan mucho en contestar, porque, en vez de conectar el micrófono, escriben. Y les dices… ‘¿hola, estás ahí?’, y a veces los pillas y no están. Entonces, claro, te tienes que inventar estrategias para mantener la atención. Y no es fácil: porque muchos se conectan, pero no están. Los llamas, intentas hablar con ellos… A ver si así, diciéndoles, “venga”, los estimulas un poco. Es un rollo estar delante de la pantalla seis horas. Y todo esto, mezclado con el día a día de la pandemia en cada familia: los enfermos cercanos, los familiares afectados, los amigos o familiares perdidos”.
Mas suerte tuvieron en Valencia: “en mi centro las evaluaciones pudieron realizarse de manera presencial porque en junio estábamos en desescalada y pudimos acudir a los centros. En cuanto pudimos volver, ofrecimos tutorías presenciales para aquellos alumnos que habían estado más desconectados durante esa tercera evaluación, que coincidió con el confinamiento. Siempre dispuestos a ayudar atendimos a numerosas familias y realizamos las evaluaciones, las reuniones y sesiones de evaluación de manera presencial”, destaca María José Fernández.
Un junio frío y diferente: la evaluación más difícil con el cierre de colegios
“Las pantallas habían sido una posibilidad estupenda como un instrumento nuevo de aprendizaje”, retoma Belén Brualla. “Hay programas fabulosos creados por gente genial que sabe mucho de eso. La pantalla es hoy por hoy un instrumento totalmente familiar para el alumno y algo cotidiano para él, así que utilizarlo de forma temporal no era un problema. Pero, con el tiempo, todo se vuelve aburrido, todo se estandariza. Puedes ser bueno en mates, en lengua, hasta en inglés o dibujo. Pero, si no eres bueno tecnológicamente hablando, estás perdido. No hay conexión. O es mala. O se corta, o tu padre lo necesita o tu hermano tiene que hacer un trabajo más importante que el tuyo. En fin, todos podemos añadir a la lista miles de puntos. Y, ¿cómo atiendo a este alumno al que no puedo ni llamar ni ver, ni claramente atender, porque no sé si está o no detrás de la pantalla? Y, si no sé cómo está, ¿cómo va a ser mi evaluación?”.
María José Fernández imparte Lengua y Literatura en la ESO. “Después de teletrabajar durante todo este tiempo, fuimos conscientes de lo difícil que es atender a los alumnos de esta manera y de la gran cantidad de horas de trabajo que supone este tipo de docencia. Siempre estuvieron atendidos por los profesores. Siempre que lo necesitaban, tanto alumnos como familias, se hicieron tutoriales virtuales. Y hoy seguimos haciendo este tipo de tutorías, por videoconferencia o a través de llamadas telefónicas para los que no eran capaces o no tenían la disponibilidad de conectarse”, lamenta esta brecha la docente del Colegio Trafalgar de Valencia.
Montse Haro recuerda un final de curso y una evaluación “totalmente condicionada a mil aspectos que poco tienen que ver con la educación o con lo explicado siempre de aquella manera. Con todo esto hemos aprendido que la educación debe estar más centralizada en que los alumnos aprendan y adquieran más independencia; sean más autónomos, pero, aun así, la presencia física está por encima del aprendizaje robótico”.
Y, además, repasa Agustín Arévalo: “llega el final de curso sin plantificar las pruebas finales: los alumnos que cumplen con los criterios mínimos para promocionar, las dudas, si están preparados, si se han preparado bien… muchas dudas, consultas con tus compañeros, miras en internet… Hay disponible una gran cantidad de productos en línea. Sin embargo, en su mayoría no son específicos de FP”.
La incertidumbre de un septiembre con la vuelta más ansiada a las aulas
Rafael Ruiz resume todas las incertidumbres del personal docente con la “vuelta a las aulas, vuelta ¿a la normalidad?”: “siendo sincero, yo era de los que en septiembre pensaba que en dos semanas estábamos cerrados. La verdad es que creo que la sociedad tiene que estar orgullosa de lo que se ha hecho desde los colegios, de cómo se ha organizado, de la entrega del profesorado. Creo que ha sido una lección preciosa porque, en un tiempo récord, los colegios estuvieron funcionando. Las personas que se dedicaban a ello y después, cada domingo, cada vez que salían nuevas normas, tenían que actualizarlas, tuvo un mérito increíble. A día de hoy, lo que se sabe es que funciona y que la ciudadanía y la sociedad piensan que los colegios están siendo modélicos al administrar el modelo de trabajo durante el covid. Al fin tenemos historias felices, de niños jugando, a pesar de todo. Los colegios han recuperado su sonido habitual”.
No hay nueva normalidad, remarca Agustín Arévalo: “das clases con las ventanas abiertas, aparecen contagios, hay confinamientos, clases semipresenciales. Parecía imposible, pero pasan los meses y ahí estás: rodeado de tus alumnos, aprendiendo a trabajar con ellos con distancia, con hidroalcohol, con ventanas abiertas, hablando a los alumnos de clase y a los de casa… con la pantalla siempre enfrente. Y tantas otras cosas que hoy son lo que llamamos “normal”, pero que no queremos que se queden. Dos cursos muy difíciles que deben enseñarnos cosas”.
Nuevas cargas para los docentes, añade María José Fernández, porque “estamos actuando no solo como docentes, sino como vigilantes. En parte, como personal sanitario: tomando la temperatura, detectando el mínimo síntoma. Y, en cuanto detectamos ese síntoma, avisamos al coordinador covid, se llama a la familia para que el alumno pueda marcharse a casa y le sean practicadas las pruebas necesarias y minimizar los riesgos de cara a posibles contagios de un aula”.
La tristeza de toda una generación
Tras esa evaluación final más atípica de sus carreras y mil inconvenientes y dudas en la vuelta a las aulas de septiembre, “veíamos a nuestros alumnos de nuevo. Y eso no tenía precio”, celebraba Belén Brualla tras el fin del cierre de los colegios.
“La verdad es que la sensación de volver fue increíble. Eso sí, al poco tiempo me di cuenta del modelo de clase que habíamos tenido que adoptar de nuevo, que era totalmente contrario a todo lo que hemos venido organizando en los últimos años. ¿El aprendizaje cooperativo? Pues brilla por su ausencia, es que no se puede ni mencionar… hemos hecho una vuelta al pasado, a la clase magistral, y vemos el menos. Y, de alguna forma, la tristeza en los ojos de toda una generación”.
La sensación la comparte Alberto Mira. “En septiembre estábamos todos con una mascarilla, con una distancia de seguridad que nos hacía tener clases kilométricas. Habíamos vuelto a las clases magistrales en las que el profesor hablaba y los alumnos escuchaban. No se podía hacer mucha interacción entre los alumnos ni con ellos. Ni coger un boli ni hacerles un gráfico encima de la mesa. Ni hacer grupos para trabajar en conjunto. Todo esto está vetado. Queríamos que el alumno participase y, sin embargo, no podíamos ver ni su expresión en los ojos. No somos capaces de ver siquiera si el alumno está sonriendo, ni de entender incluso lo que el alumno nos está diciendo por la mascarilla. A mí, incluso, cuando estoy dando alguna explicación me falta el aire. Y vuelvo a tener el problema de sentir que no estoy transmitiendo a mis alumnos. Eso me genera una frustración bastante importante”.
Los abrazos ilegales y el fin de los juegos
Todos los docentes destacan lo difícil que era el cierre de los colegios por estar lejos de sus alumnos. Especialmente en un momento en el que muchos sufrieron en sus casas y con sus familias. Ahora, en septiembre, al volver a las clases, Belén Brualla reconoce que a veces no se puede contener y “abrazamos, incluso ilegalmente, a aquellos que lloran en medio del pasillo porque han perdido a un abuelo, a su abuela, o porque están frustrados o porque tienen medio. Educar, con mayúsculas, siempre había sido un reto, y este año me temo que no va a ser menos”.
“Ya no hay juegos de contacto, ya no hay material para compartir y tampoco espacio suficiente para lo que solíamos hacer”, lamenta Montse Haro. “No pasa nada: estamos viéndonos por fin las caras. Nos escuchamos, mal, pero sin cables ni ondas de por medio, tampoco hace falta wifi ni conexión. Nos vemos y es lo que importa. Iremos más despacio con los contenidos, no pasa nada, habrá tiempo de recuperar. Vamos aprendiendo lo que es más importante”.
No del todo normal, claro: “atender al alumno que está en clase, al que está en casa, con la puerta abierta al lado del baño, la ventana da al patio. En fin, pero no pasa nada. Hay que seguir evaluando como si fuese como siempre. Muchos compañeros a medio gas y otros enfermos, pero hay que seguir como si todo fuese normal, aunque no haya descansos porque todos tenemos que vigilar el patio, el comedor, la salida, corregir, evaluar, programar para los de dentro, los de fuera, los que no tienen ordenador pero están en casa, los que tienen hermanos…”.
Enseñanzas del covid, efectos invisibles
El grupo de delegados de la Federación de Enseñanza de USO que nos ha revivido “el curso covid” coincide en que no fue el mejor escenario, pero que son un colectivo positivo. “El grupo de profesores nos apoyamos muchísimo. Es verdad que he leído mucho sobre la soledad del docente, pero no es mi caso. Y, apoyándonos los unos a los otros, te das cuenta de que no eres el único que estás solo, que estás cansado ya en el mes de febrero; que no eres el único que hace una clase magistral cuando querrías hacerla colaborativa”, reconoce Alberto Mira.
También valoran la actitud del alumnado: “no tengo queja. Entendieron bastante bien la situación, por lo general. Nos quedamos con los que lo hacían bien, supieron cómo estaban las cosas y fueron consecuentes”, repasa Rafael Ruiz. Y, recuerda María José Fernández, aunque no fuera lo ideal, cómo se aprendieron otros métodos: “nos adaptamos a pruebas telemáticas. Además, tuvimos que formarnos en enseñanza virtual, atendíamos webinarios, jornadas de recursos para aprender… Me gustaría destacar esta labor que pocos han reconocido. El personal docente ha estado más a la altura de lo que se esperaba”.
La salud laboral de los docentes se ha resentido ya o se resentirá en poco tiempo. “Los primeros meses fueron durísimos, con el ordenador dando clase… te dolía la espalda…”, hace Belén un gesto inconsciente de estirarla cuando se acuerda. Pero, sobre todo, el cansancio acumulado de estar “más horas de las exigidas para poder adaptarse a las características tan duras de adaptarse a la pandemia, durante el confinamiento y con la entrada este año de las normas covid”, recuerda María José Fernández. Y los efectos, aún desconocidos, del desgaste psicológico, emocional y la enorme carga de estrés que, en muchos, aún no se ha manifestado externamente, pero temen que llegará.
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